En un panorama saturado de juegos de supervivencia con zombis, Into the Dead: Our Darkest Days logra destacarse con una propuesta que mezcla desplazamiento lateral en tiempo real, estrategia marcada y una narrativa ambiental que transmite más con silencios que con palabras. Desarrollado por PikPok, estudio conocido por sus proyectos en móviles, este nuevo título representa su incursión más ambiciosa en PC y consolas, llegando en acceso anticipado con una base prometedora, aunque con aspectos aún por pulir. La historia nos sitúa en el Texas de 1980, en una Walton City colapsada por una epidemia zombi. Lo que alguna vez fue una metrópoli costera vibrante, hoy es un páramo sofocante y en ruinas, desolado por una economía desplomada y un calor asfixiante. En este escenario hostil, los sobrevivientes –ciudadanos comunes atrapados por el horror sin previo aviso– deben encontrar refugio, organizarse y abrirse camino a través del caos. Nuestra misión: guiarlos, protegerlos y conducirlos a un lugar seguro, aunque ese «seguro» siempre parezca un espejismo.

A diferencia de otros títulos que recurren a cinemáticas y diálogos extensos, Our Darkest Days opta por una narrativa visual e introspectiva. Aquí no hay una historia lineal, sino un mundo devastado que habla a través de sus cicatrices: fotografías rotas, habitaciones saqueadas, muebles volcados y rastros de sangre que cuentan, sin decirlo, tragedias íntimas. Cada espacio es un fragmento de una historia que el jugador debe reconstruir con la imaginación. Esta aproximación potencia una experiencia profundamente inmersiva. Hay momentos que se quedan grabados: un llanto apenas audible tras una puerta cerrada, o la silueta encorvada de una mujer en una habitación ensangrentada. Escenas que estremecen más por lo que insinúan que por lo que muestran. Un ejercicio de storytelling ambiental tan sutil como efectivo.

En lo jugable, el ciclo gira en torno a la exploración, la supervivencia y la gestión de recursos. Decidir quién arriesgar en una salida, quién necesita descansar o quién está al borde del colapso mental son dilemas constantes. Las misiones de rescate, los ataques nocturnos y los momentos de pánico agregan capas de tensión a una rutina ya cargada de presión. El sigilo es el corazón de la exploración: avanzar agachado entre escombros, elegir rutas menos expuestas, evitar o eliminar enemigos con precisión quirúrgica. Sin embargo, este sistema todavía requiere ajustes. A veces las armas silenciosas funcionan como se espera; otras, activan alarmas sin lógica aparente. La falta de indicadores claros sobre el ruido o la visibilidad puede hacer que el desafío se sienta injusto más que exigente.

El combate, por su parte, es el eslabón más débil. Se percibe torpe, desequilibrado y poco intuitivo. Algunas armas resultan sorprendentemente ineficaces, mientras que otras son excesivamente poderosas. La degradación de objetos aporta realismo, pero ciertas rupturas instantáneas terminan afectando de forma negativa la experiencia, sobre todo para quienes están aún aprendiendo las mecánicas. La dinámica de los refugios, aunque interesante en teoría, pierde fuerza con el tiempo. La gestión de recursos, el cambio de locación y los ataques nocturnos ofrecen tensión al principio, pero la falta de variedad y la microgestión constante pueden volver la experiencia algo monótona. Además, el sistema para controlar al grupo necesita ser más ágil e intuitivo.

Lo que realmente destaca es la construcción de los personajes. No son héroes de acción, sino personas comunes: enfermeras, mecánicos, empleados, cada uno con habilidades y limitaciones propias. Su humanidad se transmite en los gestos, en las pausas, en el silencio compartido. El sistema de muerte permanente les da un peso emocional considerable: ¿arriesgarse por salvar a un compañero o seguir adelante con una pérdida que dolerá más allá del gameplay? Aunque la gestión psicológica está aún en pañales, el potencial narrativo es inmenso. Bastarían unos cuantos diálogos o animaciones contextuales para hacerlos aún más memorables.
A nivel sonoro, el juego brilla con luz propia. La música ambiental está magistralmente dosificada: acompaña sin invadir, intensifica sin saturar. Los efectos de sonido –desde el crujir de una madera hasta el eco de unas sirenas lejanas– están cuidados al detalle, reforzando esa atmósfera opresiva y melancólica que lo define todo. Visualmente, conserva una identidad clara y atractiva, aunque en comparación con versiones previas se percibe una ligera pérdida de calidad gráfica. Algunos escenarios lucen más planos, ciertos efectos han sido simplificados, y el grano característico parece haberse reducido. Además, el rendimiento no siempre es estable: incluso en equipos potentes pueden notarse caídas de framerate. La optimización es, sin duda, un área crítica a mejorar.